lunes, 18 de febrero de 2008

COMIC ESCRITOR


Es reconocible???

El escritor



Estaba, como suele ocurrirles a los escritores, con un lápiz en la mano, frente a una página en blanco, buscando la primera frase con la que empezaría el relato. La luz de una lámpara danzaba redonda sobre la mesa. En medio del silencio de la habitación y de los ruidos que llegaban del exterior escuchó un susurro que le decía: “Apoya el lápiz en el papel, te dictaré un cuento.” Salió de su abstracción y escudriñó su entorno. No encontró nada. Volvió a mirar la hoja en blanco y buscó una vez más la frase que deambulaba en su mente. “Hazlo”, volvió a escuchar. Casi automáticamente apoyó la punta del lápiz en la parte superior de la página:
“—Georgina, atenta al camino de tierra, conducía con cuidado su “peta” azul. A los lados del camino habían arbustos medianos y podía distinguir a cierta distancia sembradíos, casas solitarias y algunos árboles, cercos y alambradas. Al fondo, cerros azulados de suaves formas, cuyos contornos tenían aún un extraño brillo que anunciaba las sombras.
—Ya debo estar cerca —se dijo—, es raro no haber visto gente hasta ahora. Quisiera saber si estoy en el camino correcto. Encendió las luces y aceleró un poco. “Estoy cansada”. “Me dijeron que hay un puente antes de entrar en el caserío”.
El escritor se detuvo y miró alrededor, luego posó su mirada en el papel y leyó lo que había escrito. “Qué extraño”, se dijo, “no era esto lo que quería escribir”. Pensó un momento. “La verdad es que me intriga a dónde se dirige esta mujer; el lugar en el que se encuentra creo haberlo visto”.
—Continúa —dijo el susurro.
“—Un conejo marrón saltó al camino de entre los arbustos y se quedó inmóvil un momento mirando a Georgina. Ella frenó de golpe y vio los grandes y atentos ojos colorados del animal, que huyó veloz entre las piedras en medio de la oscuridad que se extendía por la campiña. “Qué susto!”, dijo. El motor del carro se apagó de pronto. Las luces de la peta dibujaban el camino sinuoso frente a ella. Se bajó un momento y escuchó paulatinos los sonidos que salían de la oscura vastedad del campo. Reinaba la noche. Miles de estrellas se agolpaban en silencio. Al fondo distinguió una luz amarillenta que oscilaba flotando en soledad.
Arrancó el auto y condujo por el camino que tenía delante.
“Qué estupidez, podía quedarme hasta mañana en la ciudad, dormir en un hotel. Ah, bañarme un buen rato, comer, tomar algo.” De pronto giró: un puente de madera colgaba sobre una quebrada seca. Era angosto, pero supo de inmediato que podía resistir el peso de su peta. Hizo un cambio de caja y pasó lentamente. Miró el reloj digital que titilaba verde en el tablero. “En realidad es temprano”, pensó al ver que marcaba las siete y dieciséis, “tengo un poco de hambre”.
El escritor se levantó, fue hacia la cocina, abrió el refrigerador y sacó una pequeña fuente de plástico. La metió en el horno de microondas: “Un poco de lasaña está bien”. “¡Qué coño estoy haciendo!, me vine al campo, quiero organizarme y, al menos, producir mi puta obra. Y ahora, estoy escribiendo algo que no sé siquiera de dónde viene, cuál es su final!” Se sirvió una copa de vino, bebió un sorbo y se asomó a la ventana. “¡Cuánta oscuridad afuera! La luz de la entrada debe ser lo único que se distingue en este lugar.” Bebió otro sorbo y volvió a su mesa de trabajo. “A ver…” Ninguna voz, ningún susurro, sólo el silencio de la noche. Leyó el último párrafo y escribió:
“—Georgina aceleró decidida a llegar pronto a la luz. “Pediré que me den un sitio para pasar la noche: mañana sigo el viaje.”
El escritor dejó de escribir y escuchó. “Es el ruido de un motor. Qué extraño. ¡Viene hacia aquí! ¡Lo que me faltaba! Al menos quisiera terminar esto.” Se levantó, alzó la cortina y miró desde la ventana dos faroles acercándose. “Parecen miradas perdidas”, pensó, “y parece que me miraran”. El carro se detuvo a unos metros de la puerta. El escritor dejó su copa al lado de los papeles, tomó una linterna y salió. La silueta de una mujer caminó hacia él: “Hola!”, dijo, “qué bueno encontrar una casa. Creo que estoy perdida.” El escritor, sin moverse de su sitio, mantuvo la luz delante de ella. La mujer se paró a unos metros y él pudo verla: joven, jeans, botines de viaje. “Hola!”, repitió ella. “Hola”, dijo el escritor al fin. “¿Qué estás haciendo por aquí…?, ¿quién eres?” Movió la linterna en varias direcciones: no había nadie más, ni nada.
—No debí venir hasta mañana —dijo la mujer—, la verdad, no sabía…
—Pasa, por favor —dijo él sin saber qué más decir.
Entró a la casa. Ella lo siguió.
—No quiero molestar, pero la verdad es que vi la luz…
—No, no. Está bien. Siéntate, por favor. En realidad estoy sorprendido. Nadie viene por acá.
Ella se sentó en una silla, cerca de la mesa y miró alrededor.
—¿Quieres un poco de vino? —dijo él mientras vaciaba un chorro en una copa. Se la alcanzó—. Estaba a punto de comer algo y, la verdad, comer solo…
Ella bebió un sorbo.
—¡Ah, qué bueno! —lo miró parado, indeciso—. ¡Gracias!
El silencio se movía lento entre los dos y la penumbra.
—Si hay un lugar cerca donde pueda pasar la noche… —dijo ella de pronto.
—El pueblo está cerca, pero será mejor que te quedes. Tengo un sofá-cama…
El timbre del horno pasó por la habitación diluyéndose como una gota aérea de metal.
El escritor fue hacia la cocina, sirvió la lasaña en dos platos y volvió.
—Comamos —le dijo—, y me cuentas qué estás haciendo por acá.
Empezaron a comer.
—Está deliciosa. ¡Lasaña en medio de la nada!
—¿Te gusta?, la hice en la mañana —bebió un poco de vino—. Entonces… qué haces “en medio de la nada”.
—Llegué ayer a la ciudad. Por trabajo. Tengo que hacer una entrevista para la revista del domingo. No tengo mucho tiempo y me dijeron que “mi personaje” se fue al campo. Así que decidí seguir su rastro. ¡Los escritores “noveles” ¿Sabes algo…?
—¡Eh!, qué!... No…, yo… —dijo desconcertado el escritor.
Ella no dejó que terminara lo que intentaba decir:
—Ni siquiera leí la novela, pero ¡trabajo, es trabajo! —Alzó un trozo de la pasta que se deshizo en el aire y cayó salpicando con densas gotas de salsa los papeles que separaban ambos platos. Ella se levantó de un salto y buscó en sus bolsillos un pañuelo, algo con qué limpiar el tomate que parecía una herida.
El escritor, que la había mirado estupefacto, se levantó de pronto.
—¡No hay problema!, no te preocupes, son sólo unas notas —tomó una servilleta de papel y, sin pensar, la pasó torpemente sobre la mancha. Las letras, las palabras, la escritura se extendió en una mancha mayor, confusa, indefinida, ilegible, húmeda.
—Lo siento, lo siento —dijo ella sin saber qué hacer—. Creo que lo arruiné todo.
El escritor agarró los papeles, los dobló, arrugó y los tiró al cesto de mimbre que esperaba en un rincón.
—Ya ves —dijo—, no tiene importancia.
—Creo que es mejor que me duerma —dijo ella— estoy cansada por el viaje.
El escritor preparó la cama. Ella se quitó los zapatos, se acostó vestida y le dijo: “Buenas noches, espero que duermas bien”.
Desde su cama, inquieto, él se animó a preguntar:
—No me dijiste tu nombre.
Ella giró y se arropó hasta el cuello buscando su lugar:
—Georgina —dijo, y el silencio, más denso que la noche, cayó invadiendo los ojos abiertos del escritor.

Mezclado el nuevo día con la sombra, suavemente ondulaba su luz impetuosa sobre el rostro de Georgina, despertándola.
El escritor, sentado frente a ella, la miraba. Ella se levantó y se sintió incómoda al verlo:
—Debo irme —dijo, levantándose de un salto—. Gracias de nuevo. Estaré en el pueblo.
El salió tras ella y se detuvo en la puerta.
Antes de entrar en el carro, ella lo miró y agitó el adiós con la mano, repitió: “¡Gracias!”.
El escritor alzó su mano abierta y miró perderse en la arboleda la peta azul de Georgina.

Cuentito de la tarde




El sonido electrónico del celular y la vibración del aparato en su cintura, hizo sonreír a Javier, que aún no se acostumbraba al cosquilleo provocado por el rítmico movimiento.
—Aló —dijo sin saber quien llamaba, pues su antiguo celular no contaba con identificador de llamadas.
—Hola, guapo —dijo una voz femenina, con acento español— por qué no me llamaste, estuve esperando.
—Hola, hermosa! —dijo Javier, al reconocer a Marianela al otro lado del moderno ionófono—. Qué bueno que llamaste, la verdad es que la computadora absorbió mi cabecita y mi tiempo, pero pensé en vos.
—Chiquillo!, tenéis tiempo en la tardecita? ¡Tengo unas ganas de ir al sauna! Necesito compañía, hombre.
—La verdad es que no lo sé todavía, pero me parece que mi cuerpo lo está pidiendo… —dijo, revisando mentalmente su agenda y pensando en estar cerca de esa belleza que apenas empezaba a conocer—. Déjame llamarte a eso de las 3, vale? —Dijo esto último como un reflejo en busca de compatibilidad.
—Vale, chiquillo —dijo Marianela—. Un beso, venga.
Colgaron.
Javier miró por la ventana y vio pasar dos colegialas en uniforme: zapatos con hebilla, una faldita muy breve que dejaba ver la frescura de sus pieles. “Seguro que algún profesor influyó en el diseño”, se dijo. “A ver…, tengo una entrevista a las dos y media, luego…”, “luego ¡nada!”. Estaba todo bien, excepto por la conversación telefónica de la mañana con uno de sus socios que, en realidad, se había transformado rápidamente en una acalorada discusión, al punto que el socio le dijo: “Veámonos ahora y ¡te saco la mierda!!” Javier le dijo “¡no tengo tiempo!” —quería decir “para esas bajezas”—y se acabó el crédito del maldito teléfono. “¡Seguro que este boludo va a creer que le colgué! ¡Mierda!”
Empezó a alistar la mochila. Introdujo la agenda, el puto celular, un pequeño micrófono corbatero, la cámara de video, una memoria flash, una camperita y la cerró. Tomó las llaves, el trípode, miró un momento alrededor y salió. Era el medio día.
Caminó hacía el centro en medio de la turba de gente y autos que piteaban repitiendo un verso de la última canción de una noche bohemia, que decía:

“se mueve el mundo en la tempestad”

y

“el día es un puerto donde iré a parar,
a encallar mis barcos sin velas...”

compró crédito para el teléfono y llamó a tres amigos, uno a uno, con la intención de no almorzar solo en algún restaurante impersonal, nadie contestó. “Joder. Ni modo”. Se metió en uno cercano al lugar de la entrevista y comió entre anotaciones de las preguntas que haría. Miró de a ratos la Tv. en la que informaban parcial y sesgadamente los acontecimientos del día. Se sintió impotente al saberlo y no poder hacer nada o casi nada. Salió rápidamente, como había entrado y vio que aún tenía una hora para su cita. Se metió a una Internet, conectó el flash al computador y escuchó música. Revisó su correo electrónico: artículos para corregir, eventos culturales, spams que eliminar. Mandó una carta y pensó en Marianela.
Hizo la entrevista y aliviado llamó de inmediato a la españolita.
—Hola, estoy libre y creo que me hará bien acompañarte al sauna. ¿Dónde nos vemos?
A la media hora estaba en la recepción del sauna, los olores de las hierbas flotaban en el aire húmedo. Pasaron unos minutos y vio entrar a Marianela vestida con una calza negra que dibujaba su pequeño pero hermoso cuerpo. Ambos, que no se habían visto hacía un tiempo, se iluminaron y entraron a los vestidores:
—En realidad yo me tengo que desvestir —bromeó Javier.
—Qué, traes puesto el pantalón corto?
—No, hermosa, la verdad que me puse una mallita que usaba en mi adolescencia, no encontré otra cosa. Hace tiempo que no iba a un sauna.
Rieron.
Después de guardar las mochilas bajaron unas gradas y lo primero que encontraron fue una piscina de aguas azules, donde unos niños chapoteaban, jugaban y reían. Unos letreros al lado de las duchas indicaban: “Sauna de vapor”, “sauna seco”. Marianela se quitó la toalla que la envolvía y Javier miró el pequeño bikini que resaltaba su belleza.
—Dónde nos metemos primero?
—Al de vapor, majo.
Entraron. En medio de la densa agua que flotaba se distinguían unas cuantas siluetas de gente mayor, en su mayoría gordos, pero también de algunas muchachas jóvenes y esbeltas que conversaban y reían.


Estuvieron a intervalos entre el seco y el vapor. Charlaron, rieron, se contaron cosas de sus vidas y se acercaron primero rozándose los brazos, Javier le pasó sobre la piel una crema que suavizó el cuerpo de Marianela y al fin se besaron suavemente. Algo de sorpresa reflejaron sus ojos cuando se miraron. Volvieron a reír, cómplices.
Se metieron en la piscina y Javier la abrazó un poco: “Tengo mariposas en el estómago”, dijo ella. Cuando salieron, la noche brillaba en la calle.
—Tengo hambre y estoy muerta —dijo Marianela haciendo un gesto de desvanecerse—, comamos un perro caliente.
—Con una cerveza —asintió Javier—, vamos a mi casa, está a dos cuadras.
En su casa, Javier preparó vasos, platos y servilletas. Comieron y bebieron conversando.
—¿Cantarás la canción que me prometiste? —dijo ella, mientras encendía un cigarrillo.
Javier afinó la guitarra y cantó modulando:

“Caminar contigo es una maravilla,
salir un momento a tomar un café…,
qué hermosa es tu alma,
qué bello es tu espíritu”


Marianela lo miró, se levantó y, dirigiéndose al cuarto, le dijo: “Me echaré un ratito, mientras cantas”. Javier la siguió llevando la guitarra. Cantó sentado a su lado, en el borde de la cama, en la penumbra de la habitación.
—¡Es hermosa! —dijo Marianela. Javier dejó la guitarra, se acercó, se besaron largamente y acarició su piel suave. Besó sus senos redondos y se desnudaron lentamente. Se miraron y se rieron, volvieron a besarse y se amaron desnudos despidiendo un olor nuevo. Mientras se amaban sonaron los celulares de ambos, uno primero, luego el otro, cada teléfono con una música aguda, electrónica, delirante.