miércoles, 4 de noviembre de 2009

Una propuesta lúdico - literaria: Petrus, un lugar no tan inexistente Parte I

Se trata de encontrar al azar, en un diccionario por ejemplo, dos o más palabras con las que debes construir una historia. El texto que sigue es un ejercicio con las palabras POLDER e INDEHISCENTE.


Petrus, un lugar no tan inexistente (Parte I)

Cuando desembarcamos, la arenosa playa que se extendía realmente muy poco hacia el centro de la isla, terminaba abruptamente en una especie de muro, de unos 3 metros de alto. Este muro estaba construido de un material bastante sólido, pero era desconocido para nosotros. Tenía aspecto de ser piedra, pero se veía que había sido preparado con alguna sustancia parecida al cemento y mezclada con algún tipo de planta, pues pudimos observar la marca de una hoja, más bien, su imagen pues no era una huella, sino que se notaba su figura debajo de la superficie de la piedra. Caminamos siguiendo el uniforme muro para ver si había una puerta o una abertura que nos dejara pasar al otro lado, pero no encontramos nada parecido, de modo que uno de mis tripulantes ayudado por un marinero joven trepó hasta el borde y con algo de esfuerzo logró encaramarse en la cima, mientras nosotros permanecíamos atentos. El hombre estuvo varios segundos mirando al otro lado, quieto, tal vez paralizado, pero no dijo nada.
–¿Qué hay? ¿qué viste? –le grité. Se dio la vuelta tratando de contestar, pero sólo me miró y apuntó al otro lado.
Entretanto, varios hombres se dieron modos para subir y los que llegaban arriba ayudaban al resto.
Cuando todos estuvimos encima pudimos ver una extensa planicie con manchas de vegetación separadas por grandes charcos que no eran agua, precisamente, sino un material gris, viscoso, espeso, aunque reluciente. Creímos ver pequeños montículos que salían en algunos lugares de los charcos. Al fondo, a un par de kilómetros de allí, se podía ver una cúpula dorada que brillaba y destellaba con los rayos del intenso sol de la mañana.
Empezamos a avanzar lentamente, cuidando cada paso en ese incierto terreno. De pronto, en el borde del pequeño espacio en el que me movía vi que salía algo de esa agua densa, pantanosa, me acerqué con prudencia y pude comprobar que lo que emergía era el brazo de un hombre, cuya mano crispada agarraba fuertemente unas briznas largas y secas de… pasto?, no lo sé, pues tenían unas flores extrañas, con un color indefinido, entre gris azulado con bordes amarillentos: eran plantas desconocidas que habían crecido en los espacios de húmeda tierra por donde nos deslizábamos. Alguien lanzó un grito aterrador.
–Es un hombre –dijo–, un muerto.
–Allá, en el medio del charco, hay otro cuerpo –gritó otro.
–No se separen –ordené–. Aquí ha sucedido algo extraño y tenemos que averiguarlo.
Con una rama seca, uno de mis hombres empujó el cadáver y quedó atónito.
–¡Está duro como una piedra! –dijo.
Me aproximé para ver el cuerpo e hice lo mismo con la rama: ¡Era una piedra! Me acerqué para ver más de cerca y noté que el cadáver estaba envuelto en una fina capa de… piedra! Debajo podía verse su piel, sus vellos. Estaba semi desnudo, sólo llevaba un taparrabos.
–¡Todos en fila –ordené–, tú, marinero, irás por delante con mucho cuidado!
A medida que caminábamos, pudimos comprobar que los montículos que vimos en los charcos, eran cuerpos petrificados que flotaban en la espesa sustancia.
Al fin, después del medio día, llegamos a un puente del mismo material, que conducía a la entrada de la construcción de cúpula dorada. Entramos forzando la derruida puerta y nos encontramos en una sala parecida a un laboratorio. Sobre robustas mesas fijas en el piso habían mecheros, pipetas de cristal, tubos de ensayo, botellas con líquidos de diversos colores. En las paredes habían anaqueles con viejos y polvorientos libros y papeles enrollados.
Entré un una habitación contigua y allí encontré apiladas, amontonadas, una gran cantidad de aquellas extrañas flores. El olor era penetrante y nauseabundo. En otra habitación, igualmente abandonada, encontré víveres, es decir granos, frutas secas y semillas. Mientras tanto, uno de mis hombres dio con una escalerilla que conducía a la cúpula, subió muy cauto y cuando estuvo arriba gritó: “¡este lugar está lleno de objetos extraños!!”
Fui a ver. La escalera estaba construida con el mismo material del muro, aunque relucía al contacto con la luz. La cúpula era en realidad una especie de observatorio. Desde una abertura en forma de ojiva pude observar detrás de la construcción varios muros construidos con el extraño material, ahora derruidos.
Una larga mesa apoyada en un rincón estaba repleta de artefactos de todo tipo, tamaño y color. Alcé uno pequeño, a simple vista parecía un reloj. Pronto me di cuenta que se trataba de una brújula, aunque tenía más de una aguja. Seguí levantando objetos, unos grandes y otros pequeños, todos habían sido confeccionados con una exquisitez digna de una elevada cultura, además, eran instrumentos útiles para la navegación, la medición de las horas, el estudio de los astros.
En una alacena empotrada en la pared encontramos bellos tejidos, telas finísimas, con filigranas de colores cambiantes y con bordados maravillosos.
Revisé algunos libros, desplegué algunos rollos y me sorprendió ver que todos estaban manuscritos. Tenían figuras, dibujos, fórmulas. No pude descifrar los caracteres, aunque me pareció conocido aquel alfabeto. No era tinta corriente la que usaron para escribir. Al inclinar los papeles, los caracteres cambiaban de color, casi desaparecían, se tornaban azul brilloso, luego verde amarillo, igual que las flores.
Al fondo de la sala uno de mis hombres tiró de la tela que cubría un mueble.
–¡Es algo parecido a un espejo! –dijo.
Me aproximé y vi que la superficie era lisa, pero algo opaca, gris. Mi reflejo era perceptible, aunque borroso y no conservaba la distancia: estaba como detrás de la superficie. Levanté un manuscrito y lo puse frente al espejo, que de pronto reflejó claramente la escritura. Me acerqué un poco y pude leer lo que decía, pues el espejo me mostraba de modo correcto la imagen.
Lo que estaba escrito, que deduje era una pequeña parte de algo más completo y con seguridad más desconcertante, era lo que sigue:
“de modo que nuestros sabios hicieron pruebas, mezclando estas esencias. Es probable que la ciénaga contenga algunos elementos minerales o de otra índole, que contribuyen a la obtención de este magnífico producto…”

Me percaté de un pequeño símbolo hecho de puntos y rayas registrado en una esquina del papel, por lo que deduje que, si estaban en los demás rollos, sería una forma de numeración.
Comuniqué a mis hombres mi descubrimiento, poniendo énfasis en la importancia que podría tener para la ciencia y para la sociedad.
Después de organizarlos nos pusimos a revisar estante por estante la información contenida en los dispersos manuscritos, registrada por los seres que allí vivieron, con la finalidad de completar la información y buscando coherencia, tomando en cuenta los símbolos.
Comimos algo de la fruta seca y enseguida emprendimos la tarea de armar los manuscritos. Efectivamente, todos ellos tenían los signos en el borde, de modo que empezamos a ordenarlos siguiendo de alguna manera la cantidad de puntos y rayas.
Me senté frente al espejo y empecé a desplegar los rollos, mientras mis compañeros se daban a la tarea de buscar coherencia, apilar, juntar y luego entregármelos.
Al leerlos supe que, quien los había escrito, había hecho una relación de los acontecimientos, desde que decidieron quedarse en ese lugar, el casual descubrimiento de la sustancia que se convertía, al secarse, en piedra. La construcción del muro o dique de contención y, finalmente, la catástrofe causada por la invasión de plantas que crecieron devastando el espacio de tierra cultivable.
Decía uno de ellos:
“Cuando nos asentamos aquí, pudimos cultivar todo tipo de grano y cereal comestible en los espacios de tierra fértil donde crecían unas extrañas flores indehiscentes, que arrancamos y lanzamos a los grandes charcos de agua estancada y pantanosa. Pasaron algunas lunas y la marea subió desmesuradamente al punto que anegó nuestros terrenos cultivables y ya cultivados. Después de esto, nos dimos cuenta que las aguas del pantano cambiaron de color y se volvieron más densas. Nuestros sabios recogieron muestras y las almacenaron para determinar el por qué de la transformación. Pasaron varios días estudiando su composición y pudieron verificar que la sustancia podía moldearse a gusto. No obstante, incomprensiblemente, dejó estupefactos a nuestros mayores científicos tornándose sólida hasta petrificarse y convertirse en rocas durísimas, tanto que podían utilizarse para construir nuestra ciudad.
Nuestro soberano, al ser informado del hallazgo y enterado de los pormenores, ordenó construir con la piedra moldeable un dique en la playa con la finalidad de resguardar de las altas mareas nuestras tierras de cultivo, convirtiendo así el lugar en un pólder.”
Esto estaba escrito en varios papeles a los que pudimos dar continuidad. Faltaban varias hojas y nuevamente armamos un grupo correlativo, en el que pude leer:
“Una larga temporada cultivamos y cosechamos exquisitos productos de esta fértil, maravillosa tierra, hasta que un día, lunas antes de la marea alta, nuestros cultivos amanecieron totalmente secos, podridos y en su lugar habían crecido con toda su fuerza ingentes cantidades de las plantas con las flores gris azuladas, destruyendo nuestra cosecha, arrasando nuestros terrenos.
No pudimos detener el crecimiento de estas enigmáticas plantas. Algunos de nuestros agricultores, trataron de arrancarlas mientras brotaban insistentemente aquí, allá, y, en su desesperación, se sumergieron en los charcos, de donde ya no pudieron escapar.”
En cuanto leí estos manuscritos, en voz alta, mis hombres, en su mayoría supersticiosos e ignorantes, me dijeron: “Salgamos de aquí, capitán!”
Pidiéndoles calma y movido por la curiosidad, decidí leer en el extraño espejo otro manojo correlativo de los manuscritos que lograron juntar mis atemorizados hombres.
“(…) al darnos cuenta del poder que ejerce la salina agua de mar en el ciclo vital de estas flores, y al saber lo extremadamente difícil que es destruir la piedra obtenida de esta sustancia, después de una larga deliberación, nuestros sabios aconsejaron a nuestro soberano organizar el abandono, la partida de todos nosotros, el viaje, el escape hacia otro paraje donde construir nuestra ciudad.
Si alguien está leyendo esto, deberá tomar en cuenta nuestro consejo: aléjense de inmediato de esta impredecible tierra.”
Ordené a mis hombres mantener la calma, no tocar nada que no sean provisiones y, dadas las horas, tener paciencia, descansar esta noche, reponer fuerzas para abandonar la isla al amanecer.
Mientras mis hombres buscaban acomodo, cubiertos con las telas que encontramos, guardé en mi morral todos los objetos de navegación que creí necesarios para orientarnos y dejar al alba este extraño lugar.

Lobo del cambio. L. P. 2008
(Continuará...)