viernes, 2 de enero de 2015


Capítulo VII 
(fragmento de la novela "Bolivia está detrás de la Neblina")

Una casa de 1600 y sus “tesoros”

La casa donde vivió la familia de Helen era una inmensa reliquia. En la parte superior del arco de piedra tallada del portón principal se podía leer el año en que fue construida, con letras elaboradas: 1600 y se adivinaba a los lados el artístico ornamento de formas vegetales.
Esta casa, contigua a la iglesia y a una parte del convento, en otros tiempos había sido la capellanía, donde las monjas alojaban a los curas y visitantes que iban a Potosí en diversas misiones eclesiales. Al ingresar, después del inmenso portal, había un zaguán con el piso de losa, un techo abovedado de ladrillo y al final un amplio arco con paredes de casi un metro de ancho —que era el ancho de las paredes de la casa—. Daba al patio principal, en el que había un gran pilón de cerámica en forma de cono invertido, donde se recibía agua para el uso cotidiano. A la derecha estaba la gradería, también de piedra, techada con largas tejas coloniales, que llevaba al segundo piso. El patio estaba rodeado de muchas habitaciones. En el centro una angosta puerta de arco conducía, por un estrecho corredor, al segundo patio, más pequeño que el primero, en el que habían algunas habitaciones para los criados y servidores de las monjas. Esta parte de la casa compartía las paredes con las del convento.
Una tarde, un militar de ascendencia árabe, asiduo amigo de Helen, con el que compartía el mate, le dijo:
—En esta casa es seguro que hay un tapado, un tesoro enterrado, busquémoslo!
Helen, que nunca tuvo apego a las cosas materiales, a tanta insistencia, dijo:
—Buscalo vos, hermano, a mi no me interesa.
El capitán, amigo de Helen, apareció un día con varios soldaditos, un detector de metales, picos y palas y empezó la búsqueda del tesoro. Encendió el detector y caminó por todos los rincones de la casa, atento a los débiles sonidos que emitía y a la aguja que oscilaba bruscamente algunos segundos y volvía a su posición inicial.
El detector sonaba, la verdad, unas veces más fuerte y otras menos, por la cantidad de clavos, tapas coronas, trozos de metal, latas y todo tipo de pequeños hierros enterrados por el tiempo en los patios de la casa. Varios días anduvo de un lado para otro deteniéndose en un lugar, haciendo pruebas, luego, algo desanimado por la falsa alarma, fumaba un cigarrillo sentado sobre una piedra mirando la casa como intentando escuchar o ver una señal donde proseguir su búsqueda, luego volvía a su ensimismada tarea caminando lentamente, hasta que al fin, habiendo arrastrado el aparato por los cuartos, el patio principal, las paredes, incluso los tumbados, llegó a una de las habitaciones del segundo patio y el pitido del detector se agudizó en el piso. Realizó varias pruebas moviendo el aparato en otras direcciones y al llegar al lugar el sonido se elevaba igual que su entusiasmo. Podría decirse de su fe.
Puso a cavar a sus soldados, retirando las losas del piso. Sacaron al patio una gran cantidad de tierra que se iba amontonando poco a poco hasta ser pequeños cerros aquí y allá. Las paredes de la habitación, a medida que descendía el suelo, mostraban antigua pintura, dando a pensar que antes el piso estaba mucho más abajo. Cada cierto tiempo volvían a probar el detector y el sonido persistía. Cavaron hasta que, al fin, se toparon con un gran pedrón cuya parte superior era lisa. El capitán ordenó que sacarán la inmensa piedra. Lograron sacarla entre varios hombres, luego, el soldadito que estaba cavando en el lugar, había hecho un agujero en el que solo él cabía, con el cuerpo metido hasta la mitad en el hueco, dijo:
—Mi capitán, aquí hay algo…
—¿Qué es? —dijo el capitán.
—Parecen cajas de madera —dijo el soldado y metió la mano. Luego sacó una pequeña caja de forma rectangular, de no más de 40 centímetros y la puso en el suelo, donde todos expectantes esperaban a ver qué contenía. El capitán abrió la primera caja, mientras el soldado sacaba una segunda, luego otra más y otra, hasta contar ocho. Cuando hubo desclavado la tapa de la caja, el capitán se persignó y todos los allí presentes hicieron lo mismo al ver un pequeño ser, un bebé —o un feto—, al que se podía distinguir hembra o macho, según la ropa con que estaban vestidos.
El capitán, con todos sus soldados, cerraron el hueco, pusieron la piedra, volvieron a poner toda la tierra en el lugar y se llevaron los pequeños ataúdes a un camposanto en las afueras de la ciudad, donde los enterraron poniendo cruces en cada tumba, haciendo un ritual andino con cigarrillos y alcohol.
Retornaron silenciosos en medio de la fría noche potosina y nunca más volvieron a hablar de tapados ni de tesoros enterrados en la casa de Helen. 

(Raúl Romero Auad)