Capítulo VII
(fragmento de la novela "Bolivia está detrás de la Neblina")
Una casa de 1600 y sus “tesoros”
La casa donde vivió la familia de
Helen era una inmensa reliquia. En la parte superior del arco de piedra tallada
del portón principal se podía leer el año en que fue construida, con letras
elaboradas: 1600 y se adivinaba a los lados el artístico ornamento de formas
vegetales.
Esta casa, contigua a la iglesia
y a una parte del convento, en otros tiempos había
sido la capellanía, donde las monjas alojaban a los curas y visitantes que iban
a Potosí en diversas misiones eclesiales. Al ingresar, después del inmenso
portal, había un zaguán con el piso de losa, un techo abovedado de ladrillo y
al final un amplio arco con paredes de casi un metro de ancho —que era el ancho
de las paredes de la casa—. Daba al patio principal, en el que había un gran
pilón de cerámica en forma de cono invertido, donde se recibía agua para el uso
cotidiano. A la derecha estaba la gradería, también de piedra, techada con
largas tejas coloniales, que llevaba al segundo piso. El patio estaba rodeado
de muchas habitaciones. En el centro una angosta puerta de arco conducía, por
un estrecho corredor, al segundo patio, más pequeño que el primero, en el que
habían algunas habitaciones para los criados y servidores de las monjas. Esta
parte de la casa compartía las paredes con las del convento.
Una tarde, un militar de
ascendencia árabe, asiduo amigo de Helen, con el que compartía el mate, le
dijo:
—En esta casa es seguro que hay
un tapado, un tesoro enterrado, busquémoslo!
Helen, que nunca tuvo apego a las
cosas materiales, a tanta insistencia, dijo:
—Buscalo vos, hermano, a mi no me
interesa.
El capitán, amigo de Helen,
apareció un día con varios soldaditos, un detector de metales, picos y palas y
empezó la búsqueda del tesoro. Encendió el detector y caminó por todos los
rincones de la casa, atento a los débiles sonidos que emitía y a la aguja que
oscilaba bruscamente algunos segundos y volvía a su posición inicial.
El detector sonaba, la verdad,
unas veces más fuerte y otras menos, por la cantidad de clavos, tapas coronas,
trozos de metal, latas y todo tipo de pequeños hierros enterrados por el tiempo
en los patios de la casa. Varios días anduvo de un lado para otro deteniéndose
en un lugar, haciendo pruebas, luego, algo desanimado por la falsa alarma,
fumaba un cigarrillo sentado sobre una piedra mirando la casa como intentando
escuchar o ver una señal donde proseguir su búsqueda, luego volvía a su
ensimismada tarea caminando lentamente, hasta que al fin, habiendo arrastrado
el aparato por los cuartos, el patio principal, las paredes, incluso los
tumbados, llegó a una de las habitaciones del segundo patio y el pitido del
detector se agudizó en el piso. Realizó varias pruebas moviendo el aparato en
otras direcciones y al llegar al lugar el sonido se elevaba igual que su
entusiasmo. Podría decirse de su fe.
Puso a cavar a sus soldados,
retirando las losas del piso. Sacaron al patio una gran cantidad de tierra que
se iba amontonando poco a poco hasta ser pequeños cerros aquí y allá. Las
paredes de la habitación, a medida que descendía el suelo, mostraban antigua
pintura, dando a pensar que antes el piso estaba mucho más abajo. Cada cierto
tiempo volvían a probar el detector y el sonido persistía. Cavaron hasta que,
al fin, se toparon con un gran pedrón cuya parte superior era lisa. El capitán
ordenó que sacarán la inmensa piedra. Lograron sacarla entre varios hombres,
luego, el soldadito que estaba cavando en el lugar, había hecho un agujero en
el que solo él cabía, con el cuerpo metido hasta la mitad en el hueco, dijo:
—Mi capitán, aquí hay algo…
—¿Qué es? —dijo el capitán.
—Parecen cajas de madera —dijo
el soldado y metió la mano. Luego sacó una pequeña caja de forma rectangular,
de no más de 40 centímetros y la puso en el suelo, donde todos expectantes
esperaban a ver qué contenía. El capitán abrió la primera caja, mientras el
soldado sacaba una segunda, luego otra más y otra, hasta contar ocho. Cuando
hubo desclavado la tapa de la caja, el capitán se persignó y todos los allí
presentes hicieron lo mismo al ver un pequeño ser, un bebé —o un feto—, al que
se podía distinguir hembra o macho, según la ropa con que estaban vestidos.
El capitán, con todos sus
soldados, cerraron el hueco, pusieron la piedra, volvieron a poner toda la
tierra en el lugar y se llevaron los pequeños ataúdes a un camposanto en las
afueras de la ciudad, donde los enterraron poniendo cruces en cada tumba,
haciendo un ritual andino con cigarrillos y alcohol.
Retornaron silenciosos en medio
de la fría noche potosina y nunca más volvieron a hablar de tapados ni de
tesoros enterrados en la casa de Helen.
(Raúl Romero Auad)