—Aló —dijo sin saber quien llamaba, pues su antiguo celular no contaba con identificador de llamadas.
—Hola, guapo —dijo una voz femenina, con acento español— por qué no me llamaste, estuve esperando.
—Hola, hermosa! —dijo Javier, al reconocer a Marianela al otro lado del moderno ionófono—. Qué bueno que llamaste, la verdad es que la computadora absorbió mi cabecita y mi tiempo, pero pensé en vos.
—Chiquillo!, tenéis tiempo en la tardecita? ¡Tengo unas ganas de ir al sauna! Necesito compañía, hombre.
—La verdad es que no lo sé todavía, pero me parece que mi cuerpo lo está pidiendo… —dijo, revisando mentalmente su agenda y pensando en estar cerca de esa belleza que apenas empezaba a conocer—. Déjame llamarte a eso de las 3, vale? —Dijo esto último como un reflejo en busca de compatibilidad.
—Vale, chiquillo —dijo Marianela—. Un beso, venga.
Colgaron.
Javier miró por la ventana y vio pasar dos colegialas en uniforme: zapatos con hebilla, una faldita muy breve que dejaba ver la frescura de sus pieles. “Seguro que algún profesor influyó en el diseño”, se dijo. “A ver…, tengo una entrevista a las dos y media, luego…”, “luego ¡nada!”. Estaba todo bien, excepto por la conversación telefónica de la mañana con uno de sus socios que, en realidad, se había transformado rápidamente en una acalorada discusión, al punto que el socio le dijo: “Veámonos ahora y ¡te saco la mierda!!” Javier le dijo “¡no tengo tiempo!” —quería decir “para esas bajezas”—y se acabó el crédito del maldito teléfono. “¡Seguro que este boludo va a creer que le colgué! ¡Mierda!”
Empezó a alistar la mochila. Introdujo la agenda, el puto celular, un pequeño micrófono corbatero, la cámara de video, una memoria flash, una camperita y la cerró. Tomó las llaves, el trípode, miró un momento alrededor y salió. Era el medio día.
Caminó hacía el centro en medio de la turba de gente y autos que piteaban repitiendo un verso de la última canción de una noche bohemia, que decía:
“se mueve el mundo en la tempestad”
y
“el día es un puerto donde iré a parar,
compró crédito para el teléfono y llamó a tres amigos, uno a uno, con la intención de no almorzar solo en algún restaurante impersonal, nadie contestó. “Joder. Ni modo”. Se metió en uno cercano al lugar de la entrevista y comió entre anotaciones de las preguntas que haría. Miró de a ratos la Tv. en la que informaban parcial y sesgadamente los acontecimientos del día. Se sintió impotente al saberlo y no poder hacer nada o casi nada. Salió rápidamente, como había entrado y vio que aún tenía una hora para su cita. Se metió a una Internet, conectó el flash al computador y escuchó música. Revisó su correo electrónico: artículos para corregir, eventos culturales, spams que eliminar. Mandó una carta y pensó en Marianela.
Hizo la entrevista y aliviado llamó de inmediato a la españolita.
—Hola, estoy libre y creo que me hará bien acompañarte al sauna. ¿Dónde nos vemos?
A la media hora estaba en la recepción del sauna, los olores de las hierbas flotaban en el aire húmedo. Pasaron unos minutos y vio entrar a Marianela vestida con una calza negra que dibujaba su pequeño pero hermoso cuerpo. Ambos, que no se habían visto hacía un tiempo, se iluminaron y entraron a los vestidores:
—En realidad yo me tengo que desvestir —bromeó Javier.
—Qué, traes puesto el pantalón corto?
—No, hermosa, la verdad que me puse una mallita que usaba en mi adolescencia, no encontré otra cosa. Hace tiempo que no iba a un sauna.
Rieron.
Después de guardar las mochilas bajaron unas gradas y lo primero que encontraron fue una piscina de aguas azules, donde unos niños chapoteaban, jugaban y reían. Unos letreros al lado de las duchas indicaban: “Sauna de vapor”, “sauna seco”. Marianela se quitó la toalla que la envolvía y Javier miró el pequeño bikini que resaltaba su belleza.
—Al de vapor, majo.
Entraron. En medio de la densa agua que flotaba se distinguían unas cuantas siluetas de gente mayor, en su mayoría gordos, pero también de algunas muchachas jóvenes y esbeltas que conversaban y reían.
Estuvieron a intervalos entre el seco y el vapor. Charlaron, rieron, se contaron cosas de sus vidas y se acercaron primero rozándose los brazos, Javier le pasó sobre la piel una crema que suavizó el cuerpo de Marianela y al fin se besaron suavemente. Algo de sorpresa reflejaron sus ojos cuando se miraron. Volvieron a reír, cómplices.
Se metieron en la piscina y Javier la abrazó un poco: “Tengo mariposas en el estómago”, dijo ella. Cuando salieron, la noche brillaba en la calle.
—Tengo hambre y estoy muerta —dijo Marianela haciendo un gesto de desvanecerse—, comamos un perro caliente.
—Con una cerveza —asintió Javier—, vamos a mi casa, está a dos cuadras.
En su casa, Javier preparó vasos, platos y servilletas. Comieron y bebieron conversando.
—¿Cantarás la canción que me prometiste? —dijo ella, mientras encendía un cigarrillo.
Javier afinó la guitarra y cantó modulando:
“Caminar contigo es una maravilla,
salir un momento a tomar un café…,
qué hermosa es tu alma,
qué bello es tu espíritu”
Marianela lo miró, se levantó y, dirigiéndose al cuarto, le dijo: “Me echaré un ratito, mientras cantas”. Javier la siguió llevando la guitarra. Cantó sentado a su lado, en el borde de la cama, en la penumbra de la habitación.
—¡Es hermosa! —dijo Marianela. Javier dejó la guitarra, se acercó, se besaron largamente y acarició su piel suave. Besó sus senos redondos y se desnudaron lentamente. Se miraron y se rieron, volvieron a besarse y se amaron desnudos despidiendo un olor nuevo. Mientras se amaban sonaron los celulares de ambos, uno primero, luego el otro, cada teléfono con una música aguda, electrónica, delirante.
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