viernes, 7 de noviembre de 2008

Un cine para despertar


La película The Matrix, de los hermanos Wachowski, llegó en un momento en que terminaba el S. XX y se vislumbraba un nuevo siglo en el que era necesaria una nueva propuesta cinematográfica en todos sus componentes. Matrix lo hizo, pero sobre todo, replanteó el tema de el ser humano inmerso en un sistema que le es casi inmanente pues, como dice Morfeo en la película, “la Matrix está en todas partes”, en el mismo aire que respiramos, en el hecho de pagar los impuestos, en el de tener una rutina, un trabajo, una forma y un horario; la alimentan y son alimentadas por ella las masas adormiladas y sin tiempo para despertar, conformes con la vida que les ha dado la Matrix, pues ésta crea necesidades y da, a la vez, la oportunidad de satisfacerlas, si no se salen de las reglas. Por otro lado, no todo ser humano está conforme con esa vida, con su vida, como nuestro héroe, que ha emprendido una búsqueda de algo que en el fondo es la búsqueda de “la verdad”. Esta verdad es en realidad un despertar de la conciencia, que sabe intuitivamente que hay algo más, que el ser humano es algo más que un ente de producción y reproducción.
La búsqueda emprendida por Neo –nombre clandestino del personaje (símbolo y metáfora de hombre Nuevo), que es llamado, formalmente, en la compañía en la que trabaja: Mr. Anderson[1]–, es una búsqueda emprendida con la propia tecnología que ha devenido en la creación y recreación del Sistema. Neo se vale de las computadoras, de las redes que interconectan al mundo aparente, la Matrix.[2]
En este punto hago las primeras relaciones con otra película, que fue mi favorita durante mucho tiempo (y lo es aún): Brazil, la película, de Terry Gilliam, que tuve oportunidad de ver el año 1985. En ella, el protagonista vive en un mundo tecnologizado y es sometido a una rutina creada por el sistema, estructurado y encarnado en el Estado, quien controla, tiene registrado y manipula a cada uno de los habitantes de ese futuro.
La película tiene una historia doble, que es la misma, pero que en la segunda es una parte que el sistema no ha podido reducir ni controlar, es la parte onírica de los hombres, del hombre, del personaje que sueña.[3] En su repetido sueño él es un héroe, con armadura metálica, con alas metálicas que mueve agitando los brazos y que le permiten desplazarse por el cielo, entre densos y oscurecidos nubarrones, donde se encuentra en una jaula que flota entre sedas y nubes la mujer que ama y desea liberar, la mujer, pues, de sus sueños. “Abajo”, en medio de inmensos bloques de cemento surgidos con violencia de la tierra, edificaciones frías, caminan grupos de seres encadenados que llevan una máscara que los convierte en entes con el mismo rostro. Es ahí donde está el Monstruo de rostro metálico, el Guardián del Sistema, el Custodio de las cadenas y también de la jaula, el horrible Guerrero Gigante que lleva armadura, casco y una gran lanza que atravesará a todo aquel que ose salirse de las reglas que ha instaurado el Sistema. Nuestro onírico héroe “baja” y con su pequeña espada (su estatura es tal que le llega no más arriba de la cintura al inmenso monstruo) se enfrenta arremetiendo, pero cada vez que está cerca de asestar un corte el monstruo desaparece para reaparecer en otro inesperado lugar, lo cual le da grandes ventajas para herir al héroe y tirarlo por el suelo. Es en ese momento cuando el monstruo, decidido a acabar con su inmensa lanza en el pecho del héroe, clava con fuerza. No obstante, con un instintivo movimiento, el héroe esquiva el golpe, la gran lanza penetra el cemento, el gigante intenta sacarla y no puede, mientras la pequeña espada del héroe hiere una de sus piernas. El monstruo desaparece dejando su arma clavada en el piso. El héroe, de un salto trepa a la parte alta de la lanza y con el peso de su cuerpo logra sacarla del piso. El Custodio vuelve a aparecer y arremete contra su oponente en el momento en que este clava la lanza en el centro de la armadura del Gigante. Es así como lo vence y libera de la jaula a la mujer que ama.
Creo que esta es la parte central de la propuesta, pues, si hacemos una lectura algo más profunda de la metáfora, entendemos que sólo puedes vencer al sistema con su propia arma.
Esta temática, si quiere llamarse así a una propuesta visionaria y hasta revolucionaria, podemos encontrarla planteada de diversas maneras en una buena cantidad de películas. Podríamos citar, tal vez como una de las primeras, Metrópolis, de Fritz Lang, película censurada en su época y que fue exhibida con gran cantidad de “recortes”, además de cerrarle muchas puertas en la naciente industria cinematográfica a este gran director. Otras, en las que no es necesario extenderse, las nombro a continuación, sin orden cronológico: THX, la primera película de George Lucas; The Truman Show, en la que Jim Carrey mezcla en su personaje un ser totalmente común y cotidiano, que emprende lo que podríamos llamar el despertar de la conciencia, la búsqueda de su libertad; Blade Runner, maravillosa película en la que cualquiera de nosotros podría identificarse con esos personajes llamados replicantes, película basada en el libro “Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”; La Isla, que toca el mismísimo tema, pero utilizando una posibilidad de la ciencia actual: la clonación; incluso podría nombrar otras dos, pero que requieren un análisis y un por qué para estar aquí, y son: El piso 13 y Dark City.
En verdad (y aunque parezca contradictorio con lo que escribí más arriba), son pocas las películas (los escritores, guionistas, directores) que han llevado a la pantalla gigante visiones tan puntuales, en las que el protagonista es el ser humano, que no está conforme con el Sistema y emprende una búsqueda, intuitiva, onírica, ontológica, al fin, pero siempre o casi siempre subversiva, revolucionaria, liberadora, que lo llevará a estar dispuesto a entregar la vida por esa causa y, por el otro lado, a ser señalado (prontuariado, fichado, perseguido, acusado) como delincuente, criminal, terrorista.
La intención final de este breve artículo es una esperanza: que cualquier película de las citadas aquí, u otra que se haya pasado por alto, despierte en el espectador la búsqueda emprendida por sus protagonistas.



Rawulf – Lobo del Cambio
Raúl Romero AUAD

NOTAS:
[1] Nombre que dudo sea fruto del azar. Su pronunciación en inglés implica y significa “hijo de abajo”, o sea, nacido debajo de.
[2] Se puede añadir que en las redes globales, en las que busca Neo, hay otros que, como él, no están conformes, que han emprendido su propia búsqueda y que están horadando, creando huecos, infiltrando información, etc. para destruir la Matrix.
[3] En The Matrix, quien ayuda a Neo a salir de la Matrix, recalcando que sólo le ofrece la verdad, es Morfeo, nombre del dios mitológico del sueño.

viernes, 4 de julio de 2008

DIJERON…

Después de escuchar a Jorge Ortiz, gran actor boliviano, leer un poema –o algo parecido a ese abusado formato literario– en una radio local, entendí que “para ser maraco, en una sociedad cerrada como la nuestra, hay que tener los huevos bien puestos!! y… hay que ser bien machito.” (sic). (J. O.)

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“Fui actor, director, me gané el premio nacional de teatro y, ahora, dejo todo eso atrás. Me di cuenta que si no ejerzo el Arte en mi propia vida, en cada uno de mis actos, es mentira todo y yo, ¡soy un falso, no soy yo!” (Tupac)

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“Mis padres me indujeron a leer, lo hice y aun lo hago, es más, soy un poeta y un escritor; pero, ay de mi, no me enseñaron a pensar. Estoy viejo, he vivido lo más que pude, tengo ahora una memoria prodigiosa, conozco el nombre de todos los autores, sé conducirme por el camino de la buena literatura, devoro volúmenes magníficos y los cito (mi escudo está hecho de las letras de otros –y también de las palabras de otros: las atrapo en las charlas y son luego versos y aforismos–), a veces mi entorno aplaude la vastedad y el alcance de mi memoria. Otras, insoportablemente, ojos abiertos como las palabras mismas, tal vez seres que no leyeron tanto como yo pude, discurren sobre irresolutos temas que arrastra la humanidad y apuntan certeros al centro de su corazón (a la vez que del mío). Y el mío, herido desde siempre, sin asidero alguno, destila el miedo que provoca su luz sobre mi sombra. Mi literatura es un interminable lamento. Ciego al fin, sin medir nada (pues es lo único que tengo), pierdo lúcidos, transparentes amigos, trocándolos por seres que me alaban. Quiero decir, que me sostienen, que alargan mi caída a la boca de la muerte.” (J. B.)

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“Yo, que soy la Jefa, para mantenerme en el cargo, me he vuelto cómplice de los desmanes, incumplimientos, vaguezas, mediocridades e inoperancias de mis subalternos!! ¡¡Dios me libre de una jefa como yo!!” (mi jefa)

jueves, 8 de mayo de 2008

LA SEÑAL


Cada nueva explicación del mundo nos aleja de éste y nos lo oscurece. Mis referencias no son las suyas. Hablo en el vacío. —A. Monterroso, la letra e.

Acomodarse al mundo no es mala señal
una necesidad nos empuja del vacío a la nada
de la nada al encuentro con el mundo,
meterse en el mundo es virtud
pero es un peligro.

Fuera del mundo éramos los dueños del mundo
para serlo nos habíamos quedado dentro de nosotros.

Se manifiesta el peligro
cuando ya dentro del mundo
nos miramos desde su centro
y nos vemos solos
afuera.

Son espejos los que retienen nuestra imagen
cuando estamos dentro del mundo
y nuestra mirada no puede penetrar mas allá de sí misma.

Mi imagen es el mundo.

Fuera del mundo sé que mi imagen no es el mundo.

Dentro del mundo mi imagen es el límite del mundo.

Fuera del mundo
mi imagen se confunde con el cosmos
y mi límite es el infinito.

Sólo así
comprendo el mundo.

Tengo ansiedad por conocer el mundo
y es el mundo
que me aleja de su conocimiento
a través de mi imagen.

Estoy más cerca del conocimiento del mundo
estando más cerca del cosmos
más cerca de mí.

Rawulf (Lobo del Cambio)

lunes, 18 de febrero de 2008

COMIC ESCRITOR


Es reconocible???

El escritor



Estaba, como suele ocurrirles a los escritores, con un lápiz en la mano, frente a una página en blanco, buscando la primera frase con la que empezaría el relato. La luz de una lámpara danzaba redonda sobre la mesa. En medio del silencio de la habitación y de los ruidos que llegaban del exterior escuchó un susurro que le decía: “Apoya el lápiz en el papel, te dictaré un cuento.” Salió de su abstracción y escudriñó su entorno. No encontró nada. Volvió a mirar la hoja en blanco y buscó una vez más la frase que deambulaba en su mente. “Hazlo”, volvió a escuchar. Casi automáticamente apoyó la punta del lápiz en la parte superior de la página:
“—Georgina, atenta al camino de tierra, conducía con cuidado su “peta” azul. A los lados del camino habían arbustos medianos y podía distinguir a cierta distancia sembradíos, casas solitarias y algunos árboles, cercos y alambradas. Al fondo, cerros azulados de suaves formas, cuyos contornos tenían aún un extraño brillo que anunciaba las sombras.
—Ya debo estar cerca —se dijo—, es raro no haber visto gente hasta ahora. Quisiera saber si estoy en el camino correcto. Encendió las luces y aceleró un poco. “Estoy cansada”. “Me dijeron que hay un puente antes de entrar en el caserío”.
El escritor se detuvo y miró alrededor, luego posó su mirada en el papel y leyó lo que había escrito. “Qué extraño”, se dijo, “no era esto lo que quería escribir”. Pensó un momento. “La verdad es que me intriga a dónde se dirige esta mujer; el lugar en el que se encuentra creo haberlo visto”.
—Continúa —dijo el susurro.
“—Un conejo marrón saltó al camino de entre los arbustos y se quedó inmóvil un momento mirando a Georgina. Ella frenó de golpe y vio los grandes y atentos ojos colorados del animal, que huyó veloz entre las piedras en medio de la oscuridad que se extendía por la campiña. “Qué susto!”, dijo. El motor del carro se apagó de pronto. Las luces de la peta dibujaban el camino sinuoso frente a ella. Se bajó un momento y escuchó paulatinos los sonidos que salían de la oscura vastedad del campo. Reinaba la noche. Miles de estrellas se agolpaban en silencio. Al fondo distinguió una luz amarillenta que oscilaba flotando en soledad.
Arrancó el auto y condujo por el camino que tenía delante.
“Qué estupidez, podía quedarme hasta mañana en la ciudad, dormir en un hotel. Ah, bañarme un buen rato, comer, tomar algo.” De pronto giró: un puente de madera colgaba sobre una quebrada seca. Era angosto, pero supo de inmediato que podía resistir el peso de su peta. Hizo un cambio de caja y pasó lentamente. Miró el reloj digital que titilaba verde en el tablero. “En realidad es temprano”, pensó al ver que marcaba las siete y dieciséis, “tengo un poco de hambre”.
El escritor se levantó, fue hacia la cocina, abrió el refrigerador y sacó una pequeña fuente de plástico. La metió en el horno de microondas: “Un poco de lasaña está bien”. “¡Qué coño estoy haciendo!, me vine al campo, quiero organizarme y, al menos, producir mi puta obra. Y ahora, estoy escribiendo algo que no sé siquiera de dónde viene, cuál es su final!” Se sirvió una copa de vino, bebió un sorbo y se asomó a la ventana. “¡Cuánta oscuridad afuera! La luz de la entrada debe ser lo único que se distingue en este lugar.” Bebió otro sorbo y volvió a su mesa de trabajo. “A ver…” Ninguna voz, ningún susurro, sólo el silencio de la noche. Leyó el último párrafo y escribió:
“—Georgina aceleró decidida a llegar pronto a la luz. “Pediré que me den un sitio para pasar la noche: mañana sigo el viaje.”
El escritor dejó de escribir y escuchó. “Es el ruido de un motor. Qué extraño. ¡Viene hacia aquí! ¡Lo que me faltaba! Al menos quisiera terminar esto.” Se levantó, alzó la cortina y miró desde la ventana dos faroles acercándose. “Parecen miradas perdidas”, pensó, “y parece que me miraran”. El carro se detuvo a unos metros de la puerta. El escritor dejó su copa al lado de los papeles, tomó una linterna y salió. La silueta de una mujer caminó hacia él: “Hola!”, dijo, “qué bueno encontrar una casa. Creo que estoy perdida.” El escritor, sin moverse de su sitio, mantuvo la luz delante de ella. La mujer se paró a unos metros y él pudo verla: joven, jeans, botines de viaje. “Hola!”, repitió ella. “Hola”, dijo el escritor al fin. “¿Qué estás haciendo por aquí…?, ¿quién eres?” Movió la linterna en varias direcciones: no había nadie más, ni nada.
—No debí venir hasta mañana —dijo la mujer—, la verdad, no sabía…
—Pasa, por favor —dijo él sin saber qué más decir.
Entró a la casa. Ella lo siguió.
—No quiero molestar, pero la verdad es que vi la luz…
—No, no. Está bien. Siéntate, por favor. En realidad estoy sorprendido. Nadie viene por acá.
Ella se sentó en una silla, cerca de la mesa y miró alrededor.
—¿Quieres un poco de vino? —dijo él mientras vaciaba un chorro en una copa. Se la alcanzó—. Estaba a punto de comer algo y, la verdad, comer solo…
Ella bebió un sorbo.
—¡Ah, qué bueno! —lo miró parado, indeciso—. ¡Gracias!
El silencio se movía lento entre los dos y la penumbra.
—Si hay un lugar cerca donde pueda pasar la noche… —dijo ella de pronto.
—El pueblo está cerca, pero será mejor que te quedes. Tengo un sofá-cama…
El timbre del horno pasó por la habitación diluyéndose como una gota aérea de metal.
El escritor fue hacia la cocina, sirvió la lasaña en dos platos y volvió.
—Comamos —le dijo—, y me cuentas qué estás haciendo por acá.
Empezaron a comer.
—Está deliciosa. ¡Lasaña en medio de la nada!
—¿Te gusta?, la hice en la mañana —bebió un poco de vino—. Entonces… qué haces “en medio de la nada”.
—Llegué ayer a la ciudad. Por trabajo. Tengo que hacer una entrevista para la revista del domingo. No tengo mucho tiempo y me dijeron que “mi personaje” se fue al campo. Así que decidí seguir su rastro. ¡Los escritores “noveles” ¿Sabes algo…?
—¡Eh!, qué!... No…, yo… —dijo desconcertado el escritor.
Ella no dejó que terminara lo que intentaba decir:
—Ni siquiera leí la novela, pero ¡trabajo, es trabajo! —Alzó un trozo de la pasta que se deshizo en el aire y cayó salpicando con densas gotas de salsa los papeles que separaban ambos platos. Ella se levantó de un salto y buscó en sus bolsillos un pañuelo, algo con qué limpiar el tomate que parecía una herida.
El escritor, que la había mirado estupefacto, se levantó de pronto.
—¡No hay problema!, no te preocupes, son sólo unas notas —tomó una servilleta de papel y, sin pensar, la pasó torpemente sobre la mancha. Las letras, las palabras, la escritura se extendió en una mancha mayor, confusa, indefinida, ilegible, húmeda.
—Lo siento, lo siento —dijo ella sin saber qué hacer—. Creo que lo arruiné todo.
El escritor agarró los papeles, los dobló, arrugó y los tiró al cesto de mimbre que esperaba en un rincón.
—Ya ves —dijo—, no tiene importancia.
—Creo que es mejor que me duerma —dijo ella— estoy cansada por el viaje.
El escritor preparó la cama. Ella se quitó los zapatos, se acostó vestida y le dijo: “Buenas noches, espero que duermas bien”.
Desde su cama, inquieto, él se animó a preguntar:
—No me dijiste tu nombre.
Ella giró y se arropó hasta el cuello buscando su lugar:
—Georgina —dijo, y el silencio, más denso que la noche, cayó invadiendo los ojos abiertos del escritor.

Mezclado el nuevo día con la sombra, suavemente ondulaba su luz impetuosa sobre el rostro de Georgina, despertándola.
El escritor, sentado frente a ella, la miraba. Ella se levantó y se sintió incómoda al verlo:
—Debo irme —dijo, levantándose de un salto—. Gracias de nuevo. Estaré en el pueblo.
El salió tras ella y se detuvo en la puerta.
Antes de entrar en el carro, ella lo miró y agitó el adiós con la mano, repitió: “¡Gracias!”.
El escritor alzó su mano abierta y miró perderse en la arboleda la peta azul de Georgina.

Cuentito de la tarde




El sonido electrónico del celular y la vibración del aparato en su cintura, hizo sonreír a Javier, que aún no se acostumbraba al cosquilleo provocado por el rítmico movimiento.
—Aló —dijo sin saber quien llamaba, pues su antiguo celular no contaba con identificador de llamadas.
—Hola, guapo —dijo una voz femenina, con acento español— por qué no me llamaste, estuve esperando.
—Hola, hermosa! —dijo Javier, al reconocer a Marianela al otro lado del moderno ionófono—. Qué bueno que llamaste, la verdad es que la computadora absorbió mi cabecita y mi tiempo, pero pensé en vos.
—Chiquillo!, tenéis tiempo en la tardecita? ¡Tengo unas ganas de ir al sauna! Necesito compañía, hombre.
—La verdad es que no lo sé todavía, pero me parece que mi cuerpo lo está pidiendo… —dijo, revisando mentalmente su agenda y pensando en estar cerca de esa belleza que apenas empezaba a conocer—. Déjame llamarte a eso de las 3, vale? —Dijo esto último como un reflejo en busca de compatibilidad.
—Vale, chiquillo —dijo Marianela—. Un beso, venga.
Colgaron.
Javier miró por la ventana y vio pasar dos colegialas en uniforme: zapatos con hebilla, una faldita muy breve que dejaba ver la frescura de sus pieles. “Seguro que algún profesor influyó en el diseño”, se dijo. “A ver…, tengo una entrevista a las dos y media, luego…”, “luego ¡nada!”. Estaba todo bien, excepto por la conversación telefónica de la mañana con uno de sus socios que, en realidad, se había transformado rápidamente en una acalorada discusión, al punto que el socio le dijo: “Veámonos ahora y ¡te saco la mierda!!” Javier le dijo “¡no tengo tiempo!” —quería decir “para esas bajezas”—y se acabó el crédito del maldito teléfono. “¡Seguro que este boludo va a creer que le colgué! ¡Mierda!”
Empezó a alistar la mochila. Introdujo la agenda, el puto celular, un pequeño micrófono corbatero, la cámara de video, una memoria flash, una camperita y la cerró. Tomó las llaves, el trípode, miró un momento alrededor y salió. Era el medio día.
Caminó hacía el centro en medio de la turba de gente y autos que piteaban repitiendo un verso de la última canción de una noche bohemia, que decía:

“se mueve el mundo en la tempestad”

y

“el día es un puerto donde iré a parar,
a encallar mis barcos sin velas...”

compró crédito para el teléfono y llamó a tres amigos, uno a uno, con la intención de no almorzar solo en algún restaurante impersonal, nadie contestó. “Joder. Ni modo”. Se metió en uno cercano al lugar de la entrevista y comió entre anotaciones de las preguntas que haría. Miró de a ratos la Tv. en la que informaban parcial y sesgadamente los acontecimientos del día. Se sintió impotente al saberlo y no poder hacer nada o casi nada. Salió rápidamente, como había entrado y vio que aún tenía una hora para su cita. Se metió a una Internet, conectó el flash al computador y escuchó música. Revisó su correo electrónico: artículos para corregir, eventos culturales, spams que eliminar. Mandó una carta y pensó en Marianela.
Hizo la entrevista y aliviado llamó de inmediato a la españolita.
—Hola, estoy libre y creo que me hará bien acompañarte al sauna. ¿Dónde nos vemos?
A la media hora estaba en la recepción del sauna, los olores de las hierbas flotaban en el aire húmedo. Pasaron unos minutos y vio entrar a Marianela vestida con una calza negra que dibujaba su pequeño pero hermoso cuerpo. Ambos, que no se habían visto hacía un tiempo, se iluminaron y entraron a los vestidores:
—En realidad yo me tengo que desvestir —bromeó Javier.
—Qué, traes puesto el pantalón corto?
—No, hermosa, la verdad que me puse una mallita que usaba en mi adolescencia, no encontré otra cosa. Hace tiempo que no iba a un sauna.
Rieron.
Después de guardar las mochilas bajaron unas gradas y lo primero que encontraron fue una piscina de aguas azules, donde unos niños chapoteaban, jugaban y reían. Unos letreros al lado de las duchas indicaban: “Sauna de vapor”, “sauna seco”. Marianela se quitó la toalla que la envolvía y Javier miró el pequeño bikini que resaltaba su belleza.
—Dónde nos metemos primero?
—Al de vapor, majo.
Entraron. En medio de la densa agua que flotaba se distinguían unas cuantas siluetas de gente mayor, en su mayoría gordos, pero también de algunas muchachas jóvenes y esbeltas que conversaban y reían.


Estuvieron a intervalos entre el seco y el vapor. Charlaron, rieron, se contaron cosas de sus vidas y se acercaron primero rozándose los brazos, Javier le pasó sobre la piel una crema que suavizó el cuerpo de Marianela y al fin se besaron suavemente. Algo de sorpresa reflejaron sus ojos cuando se miraron. Volvieron a reír, cómplices.
Se metieron en la piscina y Javier la abrazó un poco: “Tengo mariposas en el estómago”, dijo ella. Cuando salieron, la noche brillaba en la calle.
—Tengo hambre y estoy muerta —dijo Marianela haciendo un gesto de desvanecerse—, comamos un perro caliente.
—Con una cerveza —asintió Javier—, vamos a mi casa, está a dos cuadras.
En su casa, Javier preparó vasos, platos y servilletas. Comieron y bebieron conversando.
—¿Cantarás la canción que me prometiste? —dijo ella, mientras encendía un cigarrillo.
Javier afinó la guitarra y cantó modulando:

“Caminar contigo es una maravilla,
salir un momento a tomar un café…,
qué hermosa es tu alma,
qué bello es tu espíritu”


Marianela lo miró, se levantó y, dirigiéndose al cuarto, le dijo: “Me echaré un ratito, mientras cantas”. Javier la siguió llevando la guitarra. Cantó sentado a su lado, en el borde de la cama, en la penumbra de la habitación.
—¡Es hermosa! —dijo Marianela. Javier dejó la guitarra, se acercó, se besaron largamente y acarició su piel suave. Besó sus senos redondos y se desnudaron lentamente. Se miraron y se rieron, volvieron a besarse y se amaron desnudos despidiendo un olor nuevo. Mientras se amaban sonaron los celulares de ambos, uno primero, luego el otro, cada teléfono con una música aguda, electrónica, delirante.